domingo, 23 de octubre de 2016

Haere mai. Un viaje a Nueva Zelanda (22)

12 de agosto
Temperatura al amanecer: 7º C
La previsión del tiempo da lluvia para mañana y un empeoramiento a partir de hoy. Sin embargo, cuando nos levantamos no hay ni una sola nube en el cielo. Vamos hacia la zona de los volcanes, ojalá aguante así el resto del día.
Desayunamos y regresamos hasta el centro deportivo donde pensábamos dormir. Motivo: cambio de aguas. Ni rastro de los centenares de coches que abarrotaban ayer el aparcamiento. Sí, vemos, en cambio, numerosos escolares se dirigiéndose a clase. Hemos coincidido con ellos en bastantes ocasiones a las tres y media o a las cuatro, que es cuando regresan a casa, pero nunca los habíamos visto a la hora de entrar. Van todos de uniforme, y de ello podría deducirse que estudian en un colegio privado -o concertado, como los llaman ahora en España-, pero no: en Nueva Zelanda el 97 por ciento de la enseñanza es pública, laica y gratuita. Una delicia.
A continuación buscamos el Countdown (atinar a la primera, sin tener que andar preguntando, es lo más estupendo de las nuevas tecnologías). En realidad no necesitamos comida, pero sí bebida: regresa Bego con una botella de vino y doce latas de cerveza y me cuenta que la cajera la miraba con aire reprobatorio. Por lo visto aquí también tienen sus pequeñas hipocresías, y lo esperable era que se dirigiera a una tienda de Spirits en lugar de al súper.
Cruzamos por enésima vez, y esperamos que sea la última, por el Dublin Street Bridge y enfilamos la SH 4, que sigue los meandros del Mangawhero River por un terreno abrupto y desolado. Recorremos 90 kilómetros hasta el primer lugar habitado, Raetihi, 1.100 almas. Y luego viene Horopito, que tampoco es que sea para echar las campanas al vuelo.

Ruapehu en la distancia
Las nubes cubren  el Ngauruhoe
A partir de aquí entramos en el Tongariro National Park, con sus tres grandes volcanes: el Ruapehu (2.797 m.), que es el más activo; el Ngauruhoe (2.287 m.) y el Tongariro (1.967 m.). De los tres, el único de cono volcánico tal y como nos lo solemos representar es el Ngauruhoe. Sin embargo, el Parque Nacional lleva el nombre del más bajito. Imagino que será por comodidad de dicción, a ver quién es el guapo que pronuncia el nombre del segundo sin despeinarse.
Tongariro tiene una historia curiosa. En 1887 Horonuku, el jefe maorí local, viendo el previsible destino que les aguardaba a sus tierras en manos los blancos (venta, fraccionamiento en manos privadas y subsiguiente conversión en pastizales) decidió anticiparse a la jugada y entregarlas a la Corona, convirtiéndolo así en el primer parque nacional de Nueva Zelanda y cuarto del mundo. Hoy recibe un millón de visitantes al año, por suerte no en invierno.
A medida que nos acercamos hemos ido atisbado las tres grandes moles entre las montañas. Tenemos esperanzas de poder ver el Ngauruhoe en todo su esplendor pero, cuando apenas nos faltan unos 30 kilómetros para destino, entran en acción unas pérfidas nubes que llegan por el Oeste y cubren la cima por completo. Rayos y truenos; los dioses maoríes, que impidieron la parcelación, tampoco quieren que disfrutemos de su más preciado tesoro.

Trasera de un camión de la basura
Señalización de la ruta
Un poco mohínos, torcemos a la derecha en un pueblo llamado National Park y luego nuevamente a la derecha, hasta llegar a Whakapapa. La carretera asciende durante 7 kilómetros más por la falda del Ruapehu, pero nosotros aparcamos aquí; una breve refeiçao y emprendemos a pie el camino de las Taranaki Falls, 2 horas ida y vuelta.

Camino de las Taranaki
Hielo en el arroyo
Jugando en el Wairere Stream
Habíamos escogido esta ruta porque ofrecía unas inigualables vistas del Ngauruhoe, pero eso tendrá que ser otro día. El recorrido comienza cruzando una planicie insípida; sin embargo, cuando llegamos al Wairere Stream y lo remontamos a través del bosque nos alegra sobremanera el haber venido: el torrente está semicongelado, y en las piedras y las orillas el hielo forma caprichosas figuras. Es divertido y a la vez embelesante. El camino sin embargo se las trae, ya que, aunque está muy bien preparado -pasarelas, barandillas, escaleras- hay zonas donde el hielo se acumula y, como nos ocurrió en el Monte Cook, resulta difícil pasar sin resbalarse. 

Wairere Stream
Wairere Stream
Nos encontramos con dos mujeres que bajan y que, casi sin saludar, empiezan a hablarnos. No les entendemos todo lo que dicen, pero sí nos queda claro que el terreno más adelante no es apropiado para niños pequeños ya que ellas han tenido que bajar, literalmente, con el culo. Pese a las inquietantes noticias, decidimos proseguir. Llegamos a una pequeña cascada sobre la que cruza un puente. Otros 500 metros por terreno despejado y por fin estamos en Taranaki Falls. Consiste en una caída de agua de unos 20 metros de altura originada por una falla volcánica. Lo chulo es que toda la base de la cascada, salvo la poza donde cae el agua, se halla cubierta de nieve. Realmente esta excursión es uno de los hitos del viaje. No solo por la belleza del sitio, que también sino por el estado de espíritu, tan placentero, y por la sorpresa de lo inesperado
Nos acercamos inocentemente hasta que nos damos cuenta de que estamos caminando por encima del torrente, y que la nieve no solo tapa las piedras y las rocas, sino también la corriente de agua. No creo que sea muy profunda, la verdad, pero no apetece nada volver con un tobillo torcido o con los pies congelados.

Taranaki Falls
Taranaki Falls
Hasta aquí llegamos 
Vemos que varias personas continúan camino y las seguimos. Entonces es cuando comprendemos lo que nuestra interlocutora nos dijo: para llegar a lo alto de la cascada es menester subir por una escalera y unas rampas de hielo que nos parecen bastante peligrosas. Desistimos de la ruta circular y volvemos por donde vinimos.
Tras disfrutar otra vez del embrujo helado del torrente, volvemos a la auto. La luz está declinando, y es hora de contestar la quinta pregunta, dónde vamos a dormir hoy. Elegimos Tokaanu, una pequeña localidad junto al Lago Taupo. Nos alejamos de nuestro volcán favorito conscientes de que, aunque lo veamos despejado, ya será de lejos. Hasta nuestro destino hay 47 kilómetros, la carretera es buena y el tráfico un tanto impaciente. Por el camino nos empieza a llover, la primera agua en nueve días.
Encontramos el aparcamiento junto al muelle con facilidad. Aquí al lado están las Tokaanu Thermal Pools y habíamos pensado en darnos un bañito (cierran a las nueve). Pero estamos tan bien colocados que no nos apetece que nos quiten el sitio. Cena y a dormir.

Kilómetros etapa: 187
Kilómetros viaje: 4.133

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domingo, 16 de octubre de 2016

Haere mai. Un viaje a Nueva Zelanda (21)

11 de agosto
Temperatura al amanecer: 6º C
Si por mí fuera, esta mañana iría al Te Papa Museum, pero una palabra es una palabra, así que visitaremos el zoo. En su página web, en la información relativa al parking, se lee:

There is limited free car parking around the Zoo so it’s a case of early bird catches the worm (!)

La exclamación es mía, porque no me imaginaba una página oficial haciendo gala de semejante desenfado. En cualquier caso, siendo día laborable y tan temprano, no creo que encontremos mucha gente. El navegador, por su parte, debe también de estar al tanto de la penuria aparcaticia, porque cuando le pido que nos dirija al sitio de marras lo que hace es llevarnos a uno disuasorio, a más de seiscientos metros de distancia. Toca atravesar un parque y una zona deportiva hasta llegar a la entrada.

Nutria pescando
Ahora ya sé cómo se dice ir al water en maorí
Chimpancés con la ciudad de fondo


El zoo de Wellington está muy bien enfocado a los niños, y es ameno y divertido. Tal como esperábamos, solo hay madres con críos pequeños y algún grupo de escolares. Aunque siempre me produce tristeza contemplar animales en cautividad, entiendo que para los más pequeños pueda ser educativo y estimulante. Pescan las nutrias ignorándonos olímpicamente, y juguetean los divertidos suricatos, siempre con uno de ellos ejerciendo de vigía, incluso aquí. Observamos de nuevo a los fugaces kiwis, admiramos una exposición de cuadros pintados por los chimpancés, y nos hace mucha gracia la sección dedicada a la fauna australiana (Neighbours), adonde se entra por la puerta de una casa. Aquí visitantes y animales comparten un mismo espacio: los canguros sestean junto al camino, y los emús se nos acercan curiosos. Hay que ver lo grande que puede llegar a ser un emú. Por último vemos a los pingüinos de ojos azules a apenas un metro de distancia. Son tres, y a uno le falta un ojo; supongo que entre ellos también tienen sus movidas. En fin, un zoo supongo que como cualquier otro, solo que el hecho de hallarnos a la otra punta del mundo confiere a la visita un sabor especial.

Pintura realizada por primates
Pintura realizada por primates
Divertidos suricatos
Divertidos suricatos
Los vecinos
Piel de jirafa
Aljibe camuflado de piel de jirafa
Sección Asia

Pingüino de ojos azules
Capuchino
Es ya pasado mediodía cuando volvemos bastante cansados a la auto y comemos. A continuación nos disponemos a salir de Wellington, aunque una cosa es decir y otra hacer, ya que las afueras de la capital son una interminable sucesión de pueblos ubicados a lo largo de la costa; recorrer 60 kilómetros nos lleva una hora, bastante estresante y agotadora, por cierto. Paro a repostar y, como la gasolinera también tiene LPG, pido que rellenen la bombona, pues hace ya diez días que lo hicimos en Queenstown. Para mi sorpresa, nos dicen que esta casi a tope. Finalmente consiguen que entren casi tres kilos. ¿Cómo es posible? Recuerdo perfectamente que cuando nos entregaron la auto en Christchurch dijeron que teníamos propano para diez días. Entonces resulta que nos la dieron con solo un tercio de carga. Claro, como no gastamos gas ni en frigo ni en calefacción, con los nueve kilos de una bombona hubiéramos tenido para todo el mes. Al final se la vamos a devolver más llena de lo que estaba el primer día.
El dependiente, que también parece el dueño de la gasolinera, nos ha atendido muy amable y servicial, y no es para menos: hemos pagado el gasoil a 1,16 dólares, y a partir de este aquí, supongo que al alejarnos de Wellington, asistimos a una espiral descendente de precios (llegamos a verlo a 0,95). En fin, no siempre se gana.

Kapiti Island
A partir de Waikanae la densidad poblacional decae, y circular se vuelve de nuevo placentero. Vamos hacia los grandes volcanes del centro de la isla, y podemos elegir entre hacerlo por el Este o por el Oeste. Elegimos esta segunda opción porque nos parece que la aproximación es mayor, así que abandonamos nuestra querida SH 1 en favor de la SH 3, que sube hacia Whanganui. Una vez aquí, evitamos la localidad rodeándola por la orilla opuesta del río. Bueno, eso creíamos. Porque está oscureciendo, así que me orillo y pregunto al Campermate que dónde vamos a dormir esta noche. Para mi sorpresa descubro que no hay ningún free camping en los próximos 75 kilómetros. En cambio, Whanganui cuenta nada menos que con siete sitios, así que no queda otra que volver.
En algunas ocasiones sería preferible que la oferta fuera más reducida, como enseguida se verá. Porque, una vez descartados los lugares excesivamente céntricos, pensamos que una instalación deportiva estaría bien, así que nos decidimos por el Springvale Park Whanganui Sports Centre, que además cuenta con zona de llenado y vaciado y del que nos separan 8 kilómetros. Cruzamos la ciudad, y cuando damos con el sitio ya no estamos tan seguros de haber elegido bien, porque el aparcamiento se halla atestado de coches, y siguen llegando todavía más. Debe de tratarse de un acontecimiento deportivo. El problema no es esperar a que el panorama aclare, que se aclarará, sino que una gran parte de la parroquia es gente joven que ha visto que te vas a quedar, y el hecho fehaciente es que los jóvenes ejercen como protagonistas en la casi totalidad de escándalos nocturnos y hostigamientos al autocaravanista. Así que toca probar con otro sitio. El segundo candidato de la lista es el Whanganui East Club, una especie de restaurante, a 5 kilómetros de distancia. Pero cuando llegamos vemos que está petado de gente, y el aparcamiento también, pese a ser jueves. ¿Acaso está todo el pueblo en la calle? No encontramos ningún sitio libre, el terreno tiene una molesta inclinación, y para quedarse habría además que pedir permiso. Desbordados como estarán por la abundante clientela, no creemos que anden de humor para hacernos caso. Comenzamos a desesperarnos. ¿Cómo es posible que la localidad con más sitios de pernocta vaya a ser la más difícil? Probamos con el tercer candidato, que es el parking de la Whanganui RSA, 4 kilómetros hacia el centro. Cruzamos por tercera vez el Dublin Street Bridge, que empieza a parecerme odioso. A este paso vamos a ser la comidilla del vecindario.
La RSA es una asociación de veteranos de guerra. Dicho así, suena bastante raro, pero los comentarios relativos a la acogida son muy buenos. Llegamos, preguntamos y nos piden un donativo (dejamos 10 dólares). Qué alegría, ya me veía otra vez dando tumbos hasta las tantas. Por fin nos vemos recogidos e instalados: nadie osará venir a molestar a una auto aparcada en los terrenos de una asociación de ex-combatientes.

Kilómetros etapa: 223
Kilómetros viaje: 3.946

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sábado, 15 de octubre de 2016

Haere mai. Un viaje a Nueva Zelanda (20)

ISLA NORTE



10 de agosto
Temperatura al amanecer: -1º C
Hoy toca barco. Por fin subiremos al ferry que, en cierta medida, ha condicionado toda nuestra visita a la Isla Sur. Cuando le digo al Tomtom que me lleve a Picton, perplejidad: la ruta que sugiere plantea un enorme desvío siguiendo la carretera principal (primero la 6, luego la 1). En total, 90 kilómetros. En cambio, a partir de Havelock sale un trazado alternativo que parece muy curvilíneo, pero que tiene 27 kilómetros menos. ¿Tan mala será esa carretera? El barco sale a las 14:30 y tenemos que estar en el puerto una hora antes. Bueno, llegado el momento decidiremos.
Por lo pronto recorremos los 10 kilómetros que nos separan de nuestra última visita en isla: Pelorus Bridge. En este lugar Peter Jackson rodó una de las escenas de la segunda parte de El Hobbit, en la que unos enanos descienden por el río metidos en toneles.

Puente sobre el Rai River
Puente sobre el Rai River
Dejamos la auto en un parking que hay a la izquierda una vez cruzado el puente y estudiamos la oferta de rutas a pie. Primero vamos hasta un puente colgante que hay sobre el Rai River justo antes de su desembocadura en el Pelorus. Toda la parte en la que aún no ha dado el sol se halla cubierta de escarcha; por suerte para nosotros, los kiwis tienen la feliz costumbre de poner malla de alambre sobre las tablazones de madera precisamente para evitar resbalones con el hielo. El sendero continúa más allá, pero como tenemos poco tiempo decidimos regresar a la auto; justo de allí sale otro camino circular que llega hasta un totara de 30 metros de altura. Dicho árbol era muy importante para la cultura maorí, con él fabricaban entre otras cosas canoas de guerra, y a menudo estaba protegido por tapu (tabú). Menos escrupulosos sin duda fueron los europeos, que arrasaron prácticamente todo lo que crecía en la región; esta zona es el último y exiguo resto de bosque primigenio, y se salvó in extremis cuando las talas fueron paralizadas.

Pelorus River
La vereda nos lleva muy cerca de la orilla, y no resistimos la tentación de bajar hasta ella. Resulta un lugar increíble, porque este río lleva las aguas más cristalinas que hemos visto en la vida. Se está muy bien al solito; tanto que Inari y su madre prefieren quedarse un rato más; por mi parte, me iré en busca del totara, y luego nos veremos en la auto.
Realmente es una experiencia embrujadora caminar solo a través de la frondosa vegetación. El camino está perfectamente marcado, aunque solo sea por la cantidad de gente que ha venido por aquí. Sin embargo, dudo al llegar a un cruce. ¿Y si me pierdo? Mal día sería hoy, que vamos con el reloj en la mano. Encuentro dos árboles imponentes, pero ninguno es el totara, que se encuentra un poco más allá y que destaca inconfundible. Tiene menos copa de la que esperaba, pero el tronco es enorme y muy viejo. Siempre que me aproximo a uno de estos gigantes me asaltan sentimientos contrapuestos; creo que los más perturbadores son los que tienen que ver con el contraste entre su vida cuasi-eterna y mi propia y efímera existencia.

El bosque embrujado
El bosque embrujado

Helecho arborescente
El totara
Reunidos de nuevo, ponemos rumbo a Picton siguiendo el curso del Pelorus. Al llegar a Havelock vemos a la izquierda la carretera de marras con un cartel donde se lee: Queen Charlotte Drive. Bueno, si tiene nombre propio tampoco será tan mala. La tomamos y encontramos lo esperable, un recorrido estrecho y curvilíneo por la orilla del fiordo. Muchos giros son tan cerrados que los grandes camiones no podrían pasar. Pero nosotros sí. La verdad es que el recorrido vale la pena, sobre todo si se hace con cielo despejado, como hoy. Las subidas y bajadas, las curvas y recontracurvas y las empinadas laderas recuerdan mucho a la costa turca del Mar Negro, que recorrimos de Oeste a Este en busca de Trapisonda y la frontera con Irán. Cuando has viajado descubres que, de una u otra forma, un viaje contiene todos los demás.

Camino de Picton
Del bosque al barco
Finalmente, y tras un descenso sacacorchos, aparece Picton agazapado en el fondo de la bahía. Poco más de cuatro mil habitantes, mucho más pequeño de lo que esperaba, sobre todo teniendo en cuenta que es el nodo de conexión marítima de la Isla Sur con la capital del país.
Todo puerto que se precie ha de tener su punto caótico; si no, no es puerto. Como nos ocurrió en Tánger, Igoumenitsa, o Civitavecchia, lo que parece sencillo -esto es, subirse a un ferry- se transforma en una pequeña odisea, aunque siempre con final feliz. Existen dos compañías que cruzan el Estrecho de Cook, Bluebridge e Interislander; la nuestra es la segunda. Siguiendo el GPS llegamos a la zona de pre-embarque y enseguida detectamos que algo no va bien, porque allí solo hay camiones y remolques. Se baja Bego a leer un cartel que había a la entrada, y allí dice que las oficinas de Interislander las han trasladado de sitio, y te indican cómo llegar. Menos mal que venimos con tiempo de sobra.

El embarque

El embarque
Una vez localizado el nuevo emplazamiento vemos que las indicaciones nos mandan directamente a la cola del ferry. Pero nosotros no tenemos billetes físicos, sino unos simples papeles sacados de la impresora donde te advierten que antes de embarcar pases por las oficinas, así que reculo como puedo antes de que venga alguien más y nos cierre la salida. Se acerca Bego a las oficinas, y allí le dicen que no problem, que a la cola. El controlador nos pide que cerremos la llave del gas y nos da una etiqueta para que colguemos del retrovisor donde pone LPG GAZ. Toca ahora una larga espera, pero cuando tienes tu casa detrás de los asientos la verdad es que importa poco. Aprovechamos para preparar unos sándwichs nos íbamos a comer en el barco, pero como hace hambre nos los zampamos ahora.
Poco a poco van llegando más vehículos (supongo que recorrer el puerto haciendo gymkana a todo el mundo le debe de llevar lo suyo); a las furgonetas y autocaravanas nos ponen en una fila, y a los turismos en otra. Los camiones entran por una vía elevada. y lo hacen los primeros. Suben, dejan el remolque y la cabeza tractora desciende a tierra.

Despedida 
El nombre de la nave
El fiordo
Por fin llega nuestro turno. Compruebo que este ferry se parece mucho al que nos llevó de Grecia a Italia: accedes por la cubierta inferior y una rampa te conduce arriba. Cuando la procesión se detiene, nos quedamos en el estrecho pasillo que comunica la parte descubierta con la interior. Bajamos sin dificultad, pero algunos se han arrimado tanto a la pared que casi no hay espacio para pasar. Y en la auto no te puedes quedar: un empleado se encarga de cerrar la puerta que separa la zona de pasajeros de la bodega en cuanto salgan los últimos, o sea, nosotros. Con tanto coche, ¿cómo sabe que no queda nadie más?

Deforestación

Aislados
Permanecemos en cubierta viendo cómo el barco leva anclas y se aleja de tierra. La verdad es que da pena marcharse de esta isla que nos ha parecido tan bonita. Aunque la despedida no va a ser menos: durante la primera mitad del viaje nos movemos por el interior del Queen Charlotte Sound, un fiordo bellísimo al que hace tan solo dos años que le devolvieron oficialmente su nombre originario, Totaranui. Es cierto que nos perdimos la excursión por el Milford, pero hay que reconocer que esta otra no desmerece en nada.
Al subir nos han dado un folleto informativo sobre el barco. Así me entero de que el Kaiarahi, que así se llama la nave, fue botado en Sevilla (¡Spain!) en 1998, que está registrado en Londres y que la empresa propietaria es sueca. Que tiene capacidad para 550 pasajeros y que desplaza veintidós mil toneladas. Que durante muchos años se llamó Stena Alegra, y que en 2015 fue remozado en Singapur, de ahí que parezca tan nuevo. Hay también algunas páginas en las que aparece la tripulación sonriente (incluido el capitán) dándonos la bienvenida. Reconozco que esta campechanía me sorprende muchísimo.

Lo último de la Isla del Sur
Primera vista de la Isla del Norte
El trayecto recuerda mucho al que hicimos por el Sognefjorden, en Noruega: casas aisladas sin más comunicación que el agua, una antigua estación ballenera... Solo que aquí vamos de cabeza al mar. Unas agrestes rocas nos despiden definitivamente. Sorprende ver la Isla Norte tan cerca. Pero claro, desde aquí en línea recta apenas hay 30 kilómetros.
Al salir a mar abierto el barco empieza a cabecear, y además hace muchísimo frío. Bego e Inari hace rato que se metieron dentro. Los encuentro en una sala habilitada como guardería con juegos, tele y pizarra. . Es una suerte, porque después de tres semanas de viaje nuestro hijo está empezando a dar muestras de agotamiento (mental, que no físico) y a hartarse de las visitas de los papás. Por ello, como el genio de la lámpara, le propongo que pida tres deseos. Tras una breve negociación salen los siguientes:
a) Cenar en un restaurante.
b) Visitar un zoo.
c) Llevarle a la cueva de las luciérnagas.
El primero es fácil y seguramente lo podamos cumplir esta noche. En cuanto al zoo, había pensado en el de Madrid, pero miraré si hay alguno en Wellington. En cuanto a Waitomo, nos cae a trasmano de la ruta, pero haremos lo posible por acercarnos hasta allí.

Hacia la popa
Hacia la proa


Mientras tanto, nos hemos aproximado a la costa y empezamos a bordearla hasta encontrar la entrada a la Bahía de Wellington. Siempre que llego por mar a una ciudad desconocida me parece aún más misteriosa. ¿Cómo será? ¿Qué secretos esconderá?  Solo hay edificios altos en el centro, en la zona cercana al puerto. El resto se extiende por las colinas circundantes y son en su mayoría chalets de planta baja; esto es algo que tampoco me esperaba. Pese a ser la capital del país, Wellington tiene solo doscientos mil habitantes, y es más pequeña que Christchurch, y por supuesto bastante más pequeña que Auckland. Durante un corto periodo de tiempo, dicha ciudad fue la sede del gobierno de Nueva Zelanda; supongo que la idea de trasladarlo más al Sur fue un intento salomónico de contentar a las dos islas.

Atardece en la Bahía de Wellington

Nos persiguen

Atardece en la Bahía de Wellington
La llegada a Wellington es también caótica, al menos para nosotros: está anocheciendo, y no vemos otra salida que la de seguir al coche que llevamos delante; de esta forma acabamos en la carretera que enfila hacia el Norte. Damos la vuelta como podemos y nos dirigimos al centro. Ahora que lo veo en Google Maps compruebo que la distancia no es muy grande pero en esas circunstancias, de noche y en una urbe desconocida, se me hace eterna. Nos metemos en un aparcamiento en la confluencia de Wakefield Street y Jervois Quay, a dos dólares la hora. Salimos a dar una vuelta y de paso buscamos un sitio para la cena prometida.
Si Dunedin nos dio la impresión de ser una ciudad norteamericana, Wellington lo parece aún más, sobre todo por la mezcla étnica que se ve por la calle. Nos metemos por un callejón decorado con pinturas y luces psicodélicas, pero también lugar elegido por los borrachos para dormir. Salimos a Manners Street y giramos a la izquierda. Inari se queda extasiado a la puerta del Great India, donde exhiben una carpa descomunal en un acuario, y quiere que entremos a cenar aquí. Le explicamos que la comida hindú pica mucho y que no es apta para niños, al menos niños occidentales. Elegir restaurante no debería ser difícil, porque los hay a patadas. Habíamos pensado en una pizzería muy recomendada; sin embargo, esta noche nuestro vástago manda, y al final optamos por la opción más segura: un Burger King.
El local es enorme, pero está casi vacío. Una pantalla de truepemil pulgadas emite juegos olímpicos sin cesar. Hacemos nuestro pedido y, como es preceptivo en estos lugares, pagamos por adelantado. Para mi sorpresa, el dependiente no me da ningún ticket. Debe de notar mi cara de asombro, porque sin decir yo nada me repite uno por uno los ítems del pedido y su correspondiente precio. La comida es muy parecida a la que esta cadena vende en España, pero en lugar de utilizar bandeja te la sirven en bolsas de papel. Entendemos por qué: la gente viene, compra la comida y se la lleva. Ninguno es blanco. Más que en Nueva Zelanda parece que nos halláramos en Indonesia o Sri Lanka. Una pareja con dos niños merodea junto a nosotros y se sienta en la mesa de al lado. Dan los cuatro aspecto de pobreza triste. A los niños se los ve bastante asalvajados, y la verdad es que da todo un poco de miedo.
Salimos a la calle y regresamos al aparcamiento, evitando en esta ocasión el callejón de los borrachos. Al entrar en la auto, nuestro adiestrado olfato nos recuerda algo que con las emociones de la travesía hemos olvidado: vaciar las negras. Qué fastidio, pensábamos dormir al Sur de Wellington, en un aparcamiento batido por las olas, y ahora hay que ponerse a buscar un water. Lo localizo a 4 kilómetros de aquí, en un puerto deportivo  sobre la Bahía de Evans. Para ello cruzamos la ciudad y pasamos por debajo del Monte Victoria mediante un túnel tirando a estrechito. Llegamos a destino y, para nuestra sorpresa, encontramos una veintena de autocaravanas estacionadas y también alguna roulotte. Bajo y trato de localizar la dump station en vano. Todo el mundo está dentro de sus vehículos, no es cuestión de andar llamando. Amplío el radio de búsqueda hasta otro edificio y, alehop, aquí está.
Muevo la auto, hago la toilette completa y a continuación evaluamos. El sitio donde queríamos dormir será sin duda muy bonito, pero no sabemos si estaremos solos o si habrá visitas (la experiencia de Dunedin nos ha dejado bastante escarmentados). Aquí en cambio nos hallamos en la seguridad del cardumen, y además hay guardias tumbados por todo el aparcamiento y cámaras de vigilancia que sin duda desanimarán a los aguerridos del volante. Bien es cierto que tenemos el aeropuerto al lado, pero nada en la vida es perfecto. Nos quedamos.


Kilómetros etapa: 78 (carretera), 100 (barco)
Kilómetros viaje: 3.723


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