sábado, 10 de septiembre de 2016

Haere mai. Un viaje a Nueva Zelanda (8)

29 de julio
Temperatura al amanecer: 4 ºC.

Noche tranquila pese a nuestros recelos, no parece que ningún vecino se haya molestado, y si ha pasado la Policía pues tampoco. Ganas no faltan de volver al Oval para obsequiar a nuestros resacosos amigos con un concierto de claxon en toda regla, pero desistimos. No obstante, después de desayunar nos movemos de sitio para así pasar del dudoso estado de pernoctantes al más honorable de estacionados. Intentamos acercarnos un poco más al centro pero en vano: hay pocas plazas, son pequeñas y limitadas a una hora. Al final nos quedamos en una bocacalle de Manor Place. 

Princes Street
Desde aquí hasta nuestro destino hay poco más de un kilómetro, pero se hace eterno porque hay que cruzar enormes calles con semáforos de pulsador que tardan lo suyo en darte paso (y que enseguida vuelven a rojo como no espabiles). Es la primera ciudad que visitamos, y constatamos que el trazado urbano es similar al de Estados Unidos. Son, como dice Loreena McKennitt, calles que han perdido el sentido de la historia; aquí todo está diseñado para mayor gloria del Dios Coche, y ni siquiera vemos una sola zona peatonal. Realmente es un país de contrastes, esta Nueva Zelanda.
Hace un frío que pela, y el viento sopla sin piedad por las desangeladas avenidas. Pasamos junto a restaurantes y tiendas de lo más variopinto, con grandes marquesinas sujetas con tirantes metálicos o cadenas que cubren parte de la acera. Entramos en una parafarmacia a comprar repelente para las sandflies. Es un local muy grande, de aire antiguo, en el que contrastan las antiquísimas estanterías con los modernos embalajes. Hay varias empleadas jóvenes, pero nos atiende una señora mayor que parece la dueña. Es toda una dama; sus ojos, claros y su semblante, dulce. Me la puedo imaginar perfectamente en cualquier lugar del Imperio, como Kenia o la India, y se me ocurre que fueron mujeres como ella, y no soldados o funcionarios, quienes hicieron posible el Rule, Britannia! Nos da un montón de explicaciones sobre cómo aplicar el producto, aunque cree que en esta época sandflies vamos a ver pocas. De paso le compramos un lote de seis magnetos-kiwi para regalar a la familia.

Magneto-kiwi
El nombre de Dunedin deriva de Dùn Èideann, que es como se llama Edimburgo en gaélico. Y realmente muchas cosas recuerdan a Escocia, desde una tienda de tartanes a la estatua de Robert Burns que preside El Octágono. Al ser Nueva Zelanda un país angloparlante yo me imaginaba que sus habitantes serían socialmente estreñidos como los ingleses, pero no ha sido así. Y es que irlandeses y escoceses son de otra pasta.
Pasamos por el i-Site aunque realmente no necesitamos información turística; lo que queremos ver está cerca: la fábrica de Cadbury y la estación de tren.
Cadbury está en el 260 de Cumberland Street, enfrente de un Countdown que luego nos vendrá muy bien. Faltan veinte minutos para la siguiente visita, y aprovecho el tiempo muerto para arrimarme a una cabina que hay en el lado opuesto de la calle con wifi gratis. Miro la prensa española por si ha ocurrido algo nuevo, pero veo que no: el país se debate entre el horrísino calor, el desgobierno y la captura de Pokémons. Francamente, no sé cuál de las tres cosas será peor.

Cabinas con wifi
Cadbury
A las once ya he desconectado y estoy dentro. Como guía nos toca una chica maorí, y yo me paso la visita mirándola fascinado. Su cara y su cuerpo son anchos y poderosos, de mujer guerrera, y transmite una vitalidad de animal salvaje al que la civilización aún no ha echado a perder. Al mismo tiempo es risueña y su humor, contagioso; se pasa la hora de la visita riendo y gastando bromas de las que no entendemos ni la mitad, salvo cuando se mete con los australianos. Nos explica el proceso de fabricación del chocolate, y en cada sala nos regala alguna golosina que guardamos avariciosamente en una bolsita. El recorrido es, después de todo, una evocación de la infancia a través de los dulces. La fábrica, aunque modernizada por dentro, denota el estilo severo de los años treinta del siglo pasado. No permiten entrar con cámara de fotos, y sin embargo el recuerdo que conservo me lleva -salvadas las diferencias- a la película de Tim Burton Charlie y la fábrica de chocolate, basada en la novela homónima de Roald Dahl. Cuenta el escritor que, cuando estaba en el internado, comía chocolatinas de la marca Cadbury que esta les regalaba, y que ese es el arranque de la historia. Imagino que, antes de rodar, el director visitaría alguna fábrica de la marca, y de ese modo la misteriosa alquimia que produce el chocolate aparece en cierto modo retratada en el film.
Cadbury fue fundad en 1824, y ahora es una multinacional con sesenta mil empleados.  Resulta sorprendente esa capacidad anglosajona para hacer negocio con un descubrimiento de los españoles, y ello a pesar de que durante mucho tiempo fue el secreto mejor guardado: cuando corsarios ingleses u holandeses capturaban un galeón y encontraban el cacao hecho bolitas pensaban que era ¡caca de oveja!
En el grupo hay un maorí de pelo ya canoso y que físicamente es como la guía, chaparro, fuertes espaldas y cara de buena persona. Ambos parecen mantener una complicidad basada en gestos y palabras que nos excluye a los demás. Viene con una europea, aparentemente su esposa, y cuando llega la hora de marcharnos se despiden de la chica con una ternura especial.

El autor con su guía
Antes de irnos pasamos por la tienda. Tienen una infinita variedad de chocolates, cada uno con su textura y sabor particular. Compramos tres tabletas a tres dólares cada una. No me parecen baratos, pero luego los veré en las tiendas al doble de precio.
A continuación nos acercamos a la estación de trenes, según la guía uno de los edificios más fotografiados de Nueva Zelanda. Llamativo sí que es, pero bonito... Nos gusta más por dentro, aunque rehusamos subir al piso superior donde está el Hall of Fame donde se glorifican los grandes hitos del deporte especialmente el rugby, la religión nacional. Luego nos vamos a ver dos locomotoras antiguas que descubrimos ayer al llegar, y que guardan celosamente en grandes vitrinas. Una está al lado de la estación, y la otra en el hall de entrada del Museo de los Primeros Pobladores, que es gratis. Nos gustaría verlo, pero como de costumbre tiempo es lo que nos falta.

Estación de Dunedin
Estación de Dunedin
Solo por el nombre ya dan ganas de subirse
Volvemos a por la auto y, como a la venida, llegar hasta ella nos cuesta muchísimo. Estacionamos en el aparcamiento del Countdown (limitado a 90 minutos) y Bego va a buscar la comida a un Fish and Chips que vimos antes. Mientras, ojeo un ejemplar del Otago Daily Times que me he traído y encuentro una noticia que no me gusta nada: se nos viene encima una ola de frío que puede cortar carreteras. Entre otras cosas, la previsión es nieve por encima de los 200 metros. Súbitamente se me viene a la memoria un día de aquellas Navidades en el puerto de El Pireo, justo antes de embarcar para Santorini, cuando leí el aviso del frente frío que se nos echaba encima. "Bueno -pensé-, el Mediterráneo siempre es calentito". Pues bien, aquel temporal trajo la primera nieve a Atenas en cuarenta años y nos dejó tres días incomunicados en Naxos. Por la tele solo sintonizábamos canales en griego, donde se veían los quitanieves del ejército y lo único que entendíamos era megala problemata.
Cuando vuelve Bego le cuento la movida. Negras nubes se ciernen sobre la ciudad, y empieza a llover. Cancelamos con harto dolor nuestra visita a la península de Otago y salimos rumbo a Los Catlins. Al salir de Dunedin vamos a una gasolinera a descargar grises. Cuando doy la vuelta al vehículo para coger agua, me doy cuenta de que la rosca del grifo es más pequeña que la que traemos. En nuestra vieja autocaravana esto no habría sido un problema, ya que llevábamos encima todos los adaptadores del mundo mundial. Pero aquí nos han dado solo uno, el más corriente, y con ese tiramos.
Son unos 80 kilómetros por la SH 1 rumbo Sur hasta Balclutha, que tiene una calle principal llena de negocios al estilo de las del Lejano Oeste. Tampoco podía faltar la tienda dedicada exclusivamente a bebidas alcohólicas, que aquí se denomina Liquorland. Veremos muchísimas a lo largo de nuestro viaje, casi siempre llamadas Liquors o Spirits, y el encanto de lo prohibido exhala tal morbo que incluso siendo abstemio te entran unas irresistibles ganas de parar y atiborrarte de bebercio.
Ha parado de llover y se hace de noche. Nos desviamos a la izquierda por secundaria hacia Owaka, de donde nos separan 30 kilómetros. Aquí paramos para llenar y vaciar. Un tipo desde la casa de enfrente con pinta de guerrillero checheno nos observa con aparente displicencia; es posible que no le guste que vacíen aquí autocaravanas, y que él o un amigo suyo hayan arrancado el cartel indicador (nos ha costado bastante dar con el sitio). Los entiendo: si tenemos en cuenta que la población de Owaka, que es la capital de la zona, asciende a 306 habitantes, es normal que no quieran recibir más visitas.
Seguimos camino hacia Jack´s Bay, un lugar de pernocta que traemos recomendado por una carretera de asfalto que más tarde se transforma en pista de tierra (si el nombre Owaka parece japonés, ¿qué decir de Hinahina?). Cruzamos el río Catlins por un puente donde dice Peso máximo: 2.500 kg. Y nosotros ¿cuánto? Confío en que esta limitación tenga márgenes generosos. Al llegar a Jack´s Bay, desconcierto: hay un cartel de No Camping. Seguimos adelante y nos quedamos en un aparcamiento frente a unas casas, al menos una de ellas habitada. Esto de construir en zona protegida, al lado mismo de una playa que alberga leones marinos me da un cierto regustillo hispánico a construcción ilegal y ulterior expulsión de las autocaravanas. Francamente, no esperaba encontrármelo en este remoto lugar. Pasa un pick-up aparentemente haciendo la ronda. No nos dice nada. Supongo que el que sea invierno ayuda.

Kilómetros etapa: 125 
Kilómetros viaje: 1.433


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